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Dejarse la piel.

He dejado de ser muchas cosas
para alcanzar esta nada
que llena mis horas de una mentira
que siempre promete ser la última.
He resistido tantas veces la tentación de besarme a mí misma,
de acariciar mi piel igual que la rasgo para trepar a un árbol
del que no existe la copa, del que no hay vino que embriague,
reestructurando la mentira como un palacio de cristal.

Igual que la infancia me rompe las rodillas
cuando quiero esconderme bajo mi propia falda
cuando quiero ser mi propia madre,
mi propia naturaleza, temperamento, flema, bilis,
sangre,
ángel guardián de túnica sucia,
con ojeras violáceas y fondo agridulce.
He dejado el amor incondicional bajo las mantas
y he practicado el odio calculado hasta la náusea,
he llorado un cielo reflejado en el mar nocturno por cada defecto,
he colado mensajes en botellas vacías,
he anclado todo lo bueno que quedaba en un papel
y no lo he enviado.

He sentido vergüenza de mí misma,
del amor incondicional que regresa de nuevo
a dar sentido a las bolsas bajo los ojos
y ya siento las miradas increpantes alrededor
como una jauría de perros
salivando por el corzo que aprende a andar.

Rechazo todo,
el baile de máscaras,
el antifaz,
la voz que es todas las voces y reparte las directrices,
reiterando mi lugar en un hueco entre el suelo y la pared.
Rechazo girar la cara para que no me vean llorar.
Destapo la angustia que duerme en mi lecho.
Me arranco las plumas por sacar la tinta.
Gimo como un animal congelado.
Ardo como un fénix que se muere.

Me quito el sombrero ante quien surca el horizonte,
ante quien dice no con mirada insobornable
y un montón de brujas bailando en ella.
Ante quien traga saliva y el miedo
y escucha su propio llanto de rodillas
y a solas
cuando la noche pregunta por su alma.


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